Lee aquí el capítulo 1 de la novela ‘Un ángel no debería morir’

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Reproducimos íntegramente el primer capítulo de la novela ‘Un ángel no debería morir’, del escritor alicantino Jorge Zaragoza.

Prólogo

El frío la hacía temblar de los pies a la cabe- za. Estaba tumbada, desnuda, con las mu- ñecas y los tobillos atados por alambres a
la cama. Se sentía avergonzada y en un acto reflejo oprimió las rodillas, para ocultar su sexo. ¿Cómo podía ser tan estúpida de pre- ocuparse de eso? Debía intentar algo. Agitó con fuerza los brazos pero el dolor se tornó insoportable. Notó como la sangre cálida le resbalaba por sus antebrazos. Era conscien- te de que estaba indefensa. Gritó de nuevo, hasta el punto de que el aire de sus pulmo- nes se agotó. Se puso a llorar.

¿Cómo podía haberse comportado así esa noche? Si pudiera retroceder en el tiempo, unas horas tan solo, cambiaría tantas cosas. Pero ahora estaba ahí, en esa habitación. Sola. Debía centrarse. La bombilla que colgaba del cable sobre la cama proporcionaba una luz tenue a la estancia. Tenía los brazos tan en tensión que apenas podía levantar la cabeza. De reojo, miró la pared de enfrente donde un gran crucifijo de madera su- jetaba a un Jesucristo de mirada triste. Ni una sola ventana. Olía a humedad, un lugar poco ventilado. “¿Por qué yo? No quiero morir”. Volvió a sumirse en un mar de lágri- mas.

Debía recomponerse y pensar algo. Era fácil imaginar lo que iban a hacer con ella. Tal vez fuera solo por sexo y la había elegido por su cuerpo. No se oía ningún ruido y sen- tía pinchazos en los hombros y en los brazos. Y tenía los pies entumecidos. Los alam- bres estaban tan apretados que apenas circulaba sangre por sus venas. Se concentró y trató de razonar. Parecía la habitación de una vieja vivienda, aislada. Comenzó a toser y los ojos se le llenaron de lágrimas. Las náuseas le revolvían el estómago, pero no podía vomitar, tan solo unas arcadas. El sabor amargo de la bilis la hizo escupir. Empezó a respirar rítmicamente, cerró los ojos y buscó en su memoria un paisaje sedante.

Intentó comprender por qué estaba ahí. ¿No sería todo consecuencia de la noche tan alocada que había llevado? Era su culpa, sí. Sintió la vejiga llena y quiso orinar, pero decidió contenerse. Súbitamente, a lo lejos, oyó un portazo. Empezó a gritar con todas sus fuerzas. Gritó un largo rato hasta que le dejó de salir la voz, solo una súplica que se quedaba atrapada en su garganta. Como réplica, a sus oídos únicamente llegaba el sonido de su propia respiración entrecortada. “Por favor, no me hagan daño” susurró entre sollozos.

Entonces oyó unos pasos tranquilos que se acercaban. Giró los ojos hacia la puerta.

Esta se abrió muy lentamente, con un crujido como el de una vieja cripta que llevara si- glos cerrada. El reflejo de la luz sobre el filo de una navaja hizo que ya no pudiera evitar orinarse encima.

Capítulo I

MUERTE EN EL BENACANTIL ALICANTE – OCTUBRE 2009

El horror empezó a tomar forma a las nueve de la mañana de un domingo a principios de octubre con una llamada de la comisaría. Ese día, iba a ser, sin duda alguna, uno de los peores de su vida. Uno que no olvidaría jamás. Llevaba tan sólo una semana desti- nada como inspectora de homicidios en Alicante cuando el teléfono sonó. En ese ins- tante Clara Sánchez supo de inmediato que se trataba de su primer caso de asesinato. Lo sabía con tanta certeza que por un momento se quedó paralizada. A continuación salió de forma tan precipitada de la ducha que no se dio cuenta de que mojaba la tari- ma. Agarró el terminal y lo sostuvo a unos centímetros de su cara, con el brazo exten- dido. Las gotas resbalaban sobre su piel y un pequeño manto de vaho la envolvía. Un rápido intercambio de palabras a través del móvil fueron suficientes para confirmar su presentimiento.

Decidió que debía ir cómoda: unas deportivas, vaqueros y camisa blanca. Tras vestir- se a toda prisa, torpe, se cepilló el pelo. Bien apretado como de costumbre, cogido en una coleta por una goma y se miró por última vez en el espejo. Vio el revólver en la cartuchera pero también vio la niña que había sido. La niña a la que el destino arrebató la infancia de un día para otro. Cerró los ojos. “Clara, ahora no”. Tras tomar una larga bocanada de aire salió de forma precipitada hacia el garaje.

Había alquilado un apartamento económico en primera línea de playa del barrio de la Albufereta. Condujo a lo largo de la avenida de La Cantera que recorría el litoral, con un mar azul pálido que se ensanchaba hasta la silueta del Cabo de Santa Pola. A esa hora el tráfico era escaso pero el exceso de velocidad y la mirada puesta en el GPS ya ha- bían provocado que se saliera ligeramente del trazado en un par de ocasiones, así que tuvo que concentrarse sin desviar la vista de la carretera. Dejó las instalaciones de los ferrocarriles a la izquierda y tomó el desvío hacia la Avenida de Denia. Cuando alcanzó la rotonda el contorno del castillo sobre la montaña emergió iluminado por la luz am- barina de la mañana. Llevaba la ventanilla bajada e inspiró profundamente. Le agrada- ba aquel olor penetrante, a salitre y humedad, tan nuevo para ella y tan diferente de su Madrid natal. El semáforo se puso en verde y enfiló una pequeña vía que serpenteaba ladera arriba por las faldas del monte Benacantil. Se sorprendió por la densidad del pinar que la rodeaba, muy diferente a la tierra árida y ocre que se encontró a su llega- da a la ciudad por la autovía A-31. Alzó la mirada por un instante y tras el horizonte de pinos distinguió las formas cuadriculadas de la fortaleza. No conocía con exactitud la ubicación, de modo que suspiró aliviada cuando distinguió un par de zetas aparcados al lado de la calzada, sobre un pequeño camino de tierra. A su lado, de espaldas a ellos, el inspector Santi Blanes hablaba con dos ciclistas.

Mientras estacionaba el vehículo Clara centró su mirada en él. Le sorprendía ver

cómo mantenía su porte elegante bajo cualquier circunstancia. Le calculaba unos cin- cuenta años largos, bien llevados. Vestía botas marrones de media caña, un pantalón caqui tipo chino y una camisa a cuadros verdes y blancos arremangada que mostraba unos delgados pero musculosos antebrazos. El pelo plateado, largo, ligeramente aplas- tado y repeinado con la ayuda de algún gel. Fumaba con parsimonia un cigarrillo. Clara tomó aire y se bajó del vehículo con determinación. Como si la hubieran olfateado en el aire, los ciclistas, entrados en años, se giraron y le clavaron sus ojos vidriosos. La inspectora Clara Sánchez no pasaba desapercibida, su cuerpo atlético, estilizado, y su rostro de pómulos bien definidos y una nariz delgada le conferían cierto aire de mode- lo. Santi se acercó hasta ella.

—Sánchez —Blanes lanzó la colilla sobre la agrietada tierra y la retorció con la punta de su bota. Acto seguido, se agachó, la recogió y la guardó en una bolsa de plástico—. ¿Cuánto tiempo llevas como inspectora de homicidios?
—Un mes.

—Treinta y seis años en el Cuerpo, de los cuales más de treinta como inspector de homicidios —Blanes se pasó las manos por la cabeza—. Jamás había visto nada pare- cido —volvió la cara hacia aquellos hombres, que sostenían los cascos de bicicleta—. Esperen, no se vayan todavía.

Le hizo un gesto con la mano para indicarle que le siguiera. Clara sintió la mirada de los ciclistas sobre ella al alejarse. A pocos metros había un terraplén que bajaba hacia una tierra moteada de matorrales y pinos. La caída no tendría más de dos metros de altura, pero desde donde había dejado el coche quedada oculta. La zona estaba siendo delimitada por los agentes. Un perímetro de seguridad para que nadie pudiera interfe- rir en la escena del crimen.

—Hay que ponerse esto —el inspector le dio un par de bolsas—. Los de la científica no tardarán en llegar.

Se pusieron los guantes quirúrgicos y las calzas de plástico en los zapatos. Santi Bla- nes levantó el trozo de cinta con las letras rojas ‘POLICÍA – NO PASAR’ que los agentes habían fijado entre un par de pinos. Clara se agachó y al cruzar aquella línea frágil sin- tió que había franqueado la frontera de un nuevo mundo como inspectora de policía. Un mundo desconocido hasta la fecha, pero repleto de posibilidades. Llevaba andados unos pocos pasos cuando la vio. Estaba desnuda. De lado, en posición fetal, las manos sobre el vientre, las piernas ligeramente entreabiertas. Le pareció una postura angeli- cal. El cabello rubio, como si hubiera ido a la peluquería esa misma mañana. Las mar- cas de estrangulamiento en el cuello no habían alterado unas facciones dulces. Sin ras- tro de maquillaje, era una chica preciosa. Le calculó entre veinticinco y treinta años. Le debían haber atado por las muñecas y los tobillos, posiblemente con algo cortante por las heridas y la sangre seca sobre la que de vez en cuando se posaba un moscardón. Además, le habían seccionado los pezones, areola incluida. El inspector Santi Blanes señaló hacia la entrepierna.

—También le han cortado el clítoris. Un instrumento metálico muy afilado: cuchillo, cúter, bisturí, navaja. Vete a saber —susurró casi para sí—. Le he pedido a los agentes que rastreen bien los alrededores a ver si encuentran algo.

Clara Sánchez permanecía en silencio y lo anotaba todo en su libreta. Una nube cubrió el sol y una ligera brisa le acarició el rostro. No se escuchaba nada, tan solo el desagradable zumbido de los insectos y un calor pegajoso que todo lo impregnaba. Vio como un mos- cardón se posaba sobre la sangre seca en uno de los pechos de la joven. Todo el ímpetu con el que había llegado se desvanecía con la facilidad con la que un cuchillo atravesaba la mantequilla. Consiguió mantenerse serena y se acercó, situándose a los pies de la chi- ca, antes de hablar.

—¿Has visto las manos?
Santi Blanes bajó la mirada e hizo una mueca de desagrado.

—Sí, ese maldito hijo de puta se ha entretenido en colocarlas como si fuera una muñe- ca.

—¿Ese hijo de puta? No sabemos nada todavía, hombre o mujer, uno o varios —Clara le dirigió una mirada inquisidora—. No debe llegar a sesenta kilos, cualquiera podría haber- la matado y arrastrado hasta aquí.

Sus años de trabajo como psicóloga hicieron que su mente se pusiera en modo analítico. Al menos había algo esperanzador en la forma del crimen. Parecía un perfil de psicópa- ta bastante reconocible. Decidió vaciar su mente de todo lo que no fuese aquella chica
o aquel lugar. Intentaba adivinar y seguir los pasos del asesino. Se había arrodillado y escrutaba con detenimiento el cuerpo. Se fijó como cada dedo estaba perfectamente entrelazado con el otro. Las uñas a simple vista parecían inmaculadas, extremadamente limpias, como si le acabaran de hacer la manicura. Pensó en el carácter fetichista del ase- sino, y lo curioso de por un lado trocear partes de su cuerpo y por otro lado tomarse la molestia de asearla. Por lo demás no llevaba ninguna joya ni objeto personal. Le pareció ver restos secos de gotas sobre el vientre y el pecho.

—¿Has visto eso? —Clara señaló esa zona del cuerpo. —¿Restos de semen? —Blanes la miró con fijeza. —Podría ser. A ver qué dice el forense.
—¿Quién se excita con un cadáver?

—¿Cómo sabes si se trata del asesino? No hay ninguna certeza al respecto, ni tan siquiera que sea semen —Clara continuaba la conversación sin levantar la cabeza, lanzaba pre- guntas como balas una ametralladora—. ¿Cuánto tiempo crees que lleva muerta?
Santi Blanes observó el cadáver con detenimiento.

—No presenta rasgos de rigor mortis, así que supongo que poco—se mordió el labio inferior—. Esta madrugada, diría que no más de cuatro horas.

Unos ruidos que provenían de arriba del terraplén hicieron que Clara Sánchez levantara la cabeza. Vio cómo se acercaba una pareja. Ella de mediana edad, entrada en carnes y con unos grandes rizos que le caían sobre los hombros, llevaba colgada del cuello una ré- flex con un gran angular y una mochila para material fotográfico. Él, fino como el alambre y pelo negro grasiento, llevaba consigo un maletín de plástico negro. Una pareja curiosa.

—Dejemos que hagan su trabajo —Blanes se dirigió hacia ellos.
Los inspectores se alejaron del perímetro mientras se quitaban los guantes. Clara no pa- raba de forcejear con uno de ellos, que se había enganchado en el dedo meñique, hasta que su compañero se lo quitó.

—Santi, cuánto tiempo —sonrió la mujer cuando llegaron a su lado.

—Victoria, preferiría encontrarte en otras circunstancias —el inspector frunció el labio.

—¿Qué tenemos?
—Mujer, entre veinte y treinta años. Estrangulada. Mutilada, quién fuera se ensañó con

ella. La han dejado sin ropa, las manos entrelazadas sobre el vientre —Santi suspiró fuerte, los ojos ligeramente entornados—. El asesino parece muy pulcro, cuidadoso, sin embargo diría que tiene restos de semen sobre el cuerpo —aprovechó para dirigir una mirada de soslayo a Clara.

—Por Dios, con una muerta —masculló entre dientes el de pelo negro.

—La encontraron esos dos ciclistas —Santi les señaló con el dedo—. Me han dicho que no se han acercado a menos de cinco metros, no se atrevían. Aparte de nosotros nadie ha franqueado el perímetro. Si ese hijo de puta ha dejado algún rastro, lo encontraréis — dijo mientras sacaba otro cigarrillo del paquete.

—Eso espero.

Victoria abrió la bolsa de deporte y extrajo unos monos de plástico blanco que se coloca- ron sobre la ropa. Cruzaron la línea como astronautas en misión espacial. El sonido de los disparos de la réflex puso histérica a Clara. Ese ruido metálico de apertura del diafragma le revolvía el estómago. Otro equipo de la científica llegó hasta el lugar. Las tomas de los agentes llovían desde todos los ángulos sobre el cuerpo que yacía sobre la tierra seca. El calor se le hizo insoportable a Clara. Era su primer caso, no podía desfallecer a la mínima así que centró su mente.

—Dudo mucho que encontremos alguna pista, parece el perfil de un asesino organizado. ¿Alguna denuncia de desaparición en las últimas horas?—preguntó Clara Sánchez sin tan siquiera mirar a Santi Blanes.
—Es pronto.

—Luego pasaré por Comisaría a comprobarlo. Si alguien la esperaba en casa no sería de extrañar. ¿Por qué crees que le colocaría las manos así?
—¿Siempre vas tan rápido y preguntas tanto? —Blanes hizo pequeñas oscilaciones con la cabeza.

—¿Siempre contestas con una pregunta? —replicó Clara.
Santi Blanes dio una larga calada al cigarrillo, levantó la cabeza y vio las volutas de humo alejarse en la distancia.
—¿Y tú?
—Cuando es una gilipollez, sí —respondió ella.

El inspector inspiró hondo y lanzó otra larga humareda. Le dio unos golpes al cigarrillo con el dedo índice y la ceniza voló en pequeños círculos.

—Yo también —dijo él, al fin.
Clara sintió que la sangre le subía desde el pecho hasta arderle en las mejillas. Apretó los puños, pero se mantuvo en silencio. El inspector retomó la palabra en lo que parecía un intento de conciliación con su nueva compañera.
—Parece un ángel —comentó, pasándose las dos manos por la cabeza.
Clara vació los pulmones con un largo suspiro antes de hablar.
—Un ángel no debería morir —sentenció—. Mírala. Tenía toda la vida por delante. Tal vez esa belleza pudo marcar su destino.

Un nuevo ruido de vehículos hizo que la inspectora girara la cabeza. El ballet de coches,

motos y furgonetas provocaba una ligera aglomeración sobre el camino. Clara pensó que demasiada gente se agolpaba alrededor del escenario del crimen, desvirtuando su iniciación, y no deseaba que nada ni nadie la distrajera. En esta ocasión se trataba de la juez, el secretario judicial y el médico forense para certificar la muerte y proceder al le- vantamiento del cadáver. Al menos una docena de personas trabajaba en el escenario del crimen. La juez era joven, unos treinta y cinco, de pequeña estatura, pelirroja y con la cara moteada de pecas. Bajó el terraplén, enérgica, dando unos pequeños saltos y llegó hasta Blanes.

—Inspector, ¿qué tenemos?

Se separaron y Santi le puso al corriente respecto a la información que poseía, que era muy poca. A pesar de la multitud, Clara tenía la impresión de que reinaba un ambiente distendido entre todos los participantes, como en el quirófano de un hospital, donde cada miembro ejecuta su trabajo de forma rutinaria. Estaba sola. Mientras estaba medi- tando sobre qué hacer, vio como el forense se arrodillaba junto al cadáver y palpaba el cuerpo de la joven. Decidió acercarse.

—Inspectora Sánchez.
Ella le extendió la mano, pero el médico sacó un termómetro para medir la temperatura corporal.
—A partir del momento del fallecimiento, con la parada del corazón, se produce una re- lajación muscular total y la temperatura corporal desciende un grado por hora —hablaba sin quitar ojo del termómetro, con cierto aire académico—. Diría que la muerte se produ- jo hace aproximadamente cuatro horas.

Clara se arrodilló junto al doctor. Observaba el cadáver con renovada atención. La jo- ven había estado tomando el sol recientemente. Se distinguían las marcas alrededor del diminuto bikini que debía llevar. El cuerpo no presentaba signo de haber sido golpeado, tan sólo unas marcas rojas en las nalgas. La imagen de la sangre seca y los moscardones que revoleteaban encima de aquel rostro angelical le provocaron una arcada. Se alejó de la escena del crimen y vomitó lo poco sólido que había en su estómago apoyada en un pino. Se limpiaba los labios con un pañuelo de papel cuando notó como la agarraban del brazo.

—¿Estás bien? —le susurró una voz femenina por la espalda.
Clara se giró. Victoria, responsable de la científica la observaba con los ojos muy abiertos. —¿Qué si estás bien?
Clara Asintió.
—Lo imagino. No te preocupes, son cosas que pasan.
Entonces Clara miró hacia la zona delimitada y vio un pequeño ejército de policías que tomaba medidas sin decir palabra, hacían fotografías, recogían muestras con delicadeza y marcaban todo con unos pequeños letreros. Victoria señaló hacia el cuerpo
—Vamos a montar una carpa, esto va a llevarnos tiempo. Así trabajaremos más a gusto. Además, la prensa no tardará en llegar —dijo con cierto desdén.
Clara tragó saliva y el regusto amargo de bilis le hizo escupir.
—Perdona.
—No te preocupes —Victoria la miró fijamente a los ojos—. No es plato de buen gusto ver un cadáver como este.

La visión de la sangre y las moscas volvió. Clara notó que los pulmones se le cerraban y veía pequeñas sombras en rápido movimiento. De repente tuvo miedo, un terror que le cortaba la respiración y la estaba asfixiando. Por un momento pensó que se iba a desma- yar. Jadeó, tragando una buena bocanada de aire y luego empezó a respirar con regula- ridad. Cuando vio que Santi Blanes llegaba hasta donde se encontraban, relajó las faccio- nes en un intento de disimular su estado.

—El que lo hizo no quería únicamente quitarle la vida, quería que la chica sufriera. Me confirma el doctor que las mutilaciones se las hicieron cuando todavía estaba viva —gru- ñó el inspector —. Menudo cabrón, ¿no tenía bastante con matarla?
—¿Dios mío, quién es capaz de hacer algo así? —Victoria meneaba la cabeza, incrédula—. ¿Dónde vamos a llegar? A veces me pregunto qué está pasando en este país —levantó los brazos al cielo y se alejó.

Clara, apoyada contra el pino, controló la respiración otros segundos. Ya había pasado lo peor y su cabeza volvía a funcionar. “Podría ser un síntoma de una venganza”, se dijo para sus adentros. Con la crisis controlada, hizo un repaso en voz alta de las contradicciones que había anotado.

—El asesino se preocupó de limpiar el cuerpo, sin embargo tenemos esas marcas visibles de líquido seco sobre el vientre y el pecho.
—Sí, parece que quería asegurarse que las encontráramos —admitió Blanes.
—Es difícil imaginar a un asesino que se toma la molestia de asear el cuerpo y ponerlo en esa posición angelical tras cortar partes de su cuerpo. Delicadeza por un lado, una violen- cia excesiva por otro —Clara se mordió el labio inferior—. Parece que detrás de todo esto haya una historia de resentimiento, tal vez venganza. ¿No crees?

Blanes la observaba como si no supiera bien donde encajar a su nueva compañera. El silencio se prolongó hasta que el móvil del inspector les sobresaltó.
—Vamos, el comisario nos espera —dijo él con premura.

Clara consideró que era una idea acertada. Le sería difícil pensar mientras permanecie- se en aquel escenario. Comprobó que tenía todo anotado, cerró la libreta, se guardó el bolígrafo en el bolsillo y se fue hacia el coche sin volver la vista atrás. La prensa llegaba a la zona.

—Ratas —murmuró Santi al verlos, con un gesto de desprecio.

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